A pesar de que más de seis millones de personas desempleadas es algo como para echarse a temblar, el empeño en considerar que este dato no sólo es el termómetro fundamental de la situación social, sino que el desempleo es nuestro objetivo principal, no hace más que bloquear cualquier iniciativa que pretenda escapar de la lógica del capitalismo heteropatriarcal. De su lógica y de sus garras.
La propuesta feminista de poner la sostenibilidad de la vida en el centro tiene consecuencias inmediatas para intentar salir de este atolladero. La primera es entender que los recursos necesarios para vivir no dependen fundamentalmente de un empleo y un salario, sino que tienen que ver con un enorme entramado de redes familiares, sociales, culturales y políticas. El empleo sólo nos da recursos monetarios para comprar en los mercados â¡otra vez los mercados!â lo que no sólo supone apuntalar un orden de cosas con el que supuestamente queremos acabar, sino que profundiza en la idea de individualización de la resolución de las necesidades: â¡Que cada quién se lo monte como pueda con su salario!â
La segunda es evitar que centrar nuestra mirada en el mercado laboral nos ponga a los pies de los caballos. ¿Qué necesitan los empresarios para crear más empleo? ¿Hasta dónde vamos a entregarles nuestras vidas y vamos a subordinar las necesidades sociales a la acumulación de capital? Desde la economía feminista se lleva ya mucho tiempo insistiendo en el conflicto capital-vida y en cómo esa contradicción estructural entre el proceso de valorización de capital y el proceso de sostenibilidad de la vida pone en riesgo, continuamente, la vida en su conjunto. El conflicto capital-vida no es una mera tensión teórica o abstracta, sino que se encarna en la cotidianeidad, en las vidas concretas que sufren cada día una mayor vulnerabilidad, intensificada desde el estallido financiero…