El trabajo es la actividad de un sujeto, usable por otro, pero no adquirible por él.
Aunque con antecedentes remotos en los economistas clásicos de entre los siglos XVIII y XIX, la primera y mejor formulación del trabajo como mercancía se debe, como es sabido, a Carlos Marx. Por un dudoso atractivo, esta concepción contaminó a la doctrina jurídica de comienzos del siglo XX, rebrotando, especialmente en nuestro país, en las penúltimas décadas del mismo siglo. Y digo ârebrotandoâ porque, entre tanto, había transcurrido la Gran Guerra con su Tratado de Versalles de 1919, que, en reacción frente a estas ideologías, proclamó que el trabajo no era una mercancía; proclama esta a la que se apuntaron especialmente todos los regímenes políticos nacionalistas de entreguerras, y desde luego, el incipiente franquismo, como ya acredita el Fuero del Trabajo de 1938. Pero ây seguimos con nuestro paísâ ya desde la llamada transición, y sobre todo los primeros años 90, se habla progresiva y abrumadoramente de mercado de trabajo para denotar la simple concurrencia de trabajadores por cuenta de empresarios al lógico objeto de ofrecer trabajo o demandar empleo, según los casos; y hasta el punto, hoy, de impedir expresarse de manera distinta, sea en el habla común, en el lenguaje político y legal, la comunicación mediática e incluso los escritos doctrinales. El problema se podría entonces plantear así, ¿qué hay de cierto en este eslogan mercantilista para que reverdezca tras casi un siglo de olvido?. Pues hay que la estructura normativa que, mejor o peor, impedía la aludida mercantilización, provocando incluso la nueva disciplina del Derecho del Trabajo, comenzó a relajarse desvelando poco a poco la figura cuya intensa normativización engendró aquel derecho: el contrato de arrendamiento de servicios. Se entendió así que esos cambios harían resurgir un mercado , denunciado, como vimos, por el marxismo, pero en realidad implícito en aquel liberalismo económico, y explícito en su actual revival. Pero esta nueva finta del asimismo neo-capitalismo no iba a engañar sin más, pues todos saben que el trabajo humano âlos serviciosâ no pueden comprarse ni venderse; pueden, sí, alquilarse o cederse en uso, pero nunca enajenarse, que ese es el efecto de la compraventa. Pensar lo contrario equivaldría a legitimar la esclavitud con el consiguiente retroceso. ¿Por qué entonces esa asimilación de ambos contratos?. Hay que decirlo llanamente: por pura ignorancia jurídica.
Es verdad que alquiler o arrendamiento, y compraventa, presentan ây sobre esto volveréâ una afinidad que, sin embargo, no los confunde. Porque una cosa es que los bienes que van a ser adquiridos por precio concurran en un cierto lugar âeso es un mercadoâ , y otra que lo hagan idealmente a fin de comparar las ventajas de su uso por una renta. Si en vez de bienes usables se usan servicios, la diferencia es ya rotunda. Los juristas romanos, sin embargo, no la vieron del todo, y así, cuando se pronunciaron sobre el hecho de que antiguos esclavos trabajasen para un libre, lo hicieron equiparando ese trabajo (operae) a una cosa (res) que, como tal, siempre se podía arrendar; y si esto era así, también se podía vender. Naturalmente, hoy sabemos que el trabajo no es ningún objeto sino la actividad de un sujeto, la cual es usable por otro, pero nunca adquirible por él. Y esto es lo que impide concebir una compraventa de servicios y, en consecuencia, un mercado de trabajo. Pero todavía hay que despejar alguna incógnita.
Porque âal margen la natural fuerza expansiva de la compraventaâ decíamos que entre ésta y el arrendamiento hay una cierta afinidad. Esto lo sabían los romanos cuando clasificaron el segundo como una especie de la primera; pero también en la actualidad se registran muestras de ese equívoco, como es el caso del contrato inglés de leasing, en el que, para defraudar al fisco, se cubre una indiscutible venta con el ropaje de un arrendamiento. Esto nos alerta sobre que algo similar podría suceder con el trabajo, una vez que previsibles liberalizaciones acabasen por diluir el contrato de aquel nombre para convertirlo en un simple alquiler de servicios. Con ello se abre la puerta, no diría que a la compraventa sin más, pero sí a múltiples especies donde por la precariedad del empleo, la mutabilidad del empleador o la brevedad de las jornadas, el trabajo del contratante resulte más alienado que cedido, y el salario, más un precio que una renta: como en la compraventa; y arriesgando nada menos que la libertad. Que esta mutación tarde todavía no equivale a que sea imposible: de hecho no es infrecuente, y así fue denunciado, que niños y otros menores se reduzcan en su trabajo a una condición servil: trabajar como esclavos continuaría a ser, pues, un dicho vulgar, pero sin perder por ello su verdadera significación.
Gonzalo Diéguez es catedrático de Derecho del Trabajo.